Hola, ¿estáis ahí? Sé que hace mucho que falto de estas páginas… Me han pasado muchas cosas. Mi barco fue asaltado por un galeón corsario, a resultas de lo cual hube de convertirme en el temible pirata Roberts… no, espera, ése no era yo… ¡Ah, sí, ya recuerdo!
El viernes pasado al alba estaba luchando por huir de las garras de la muerte. Una gripe malhadada me tenía aprisionado y convertía a un ritmo vertiginoso mi cerebro en moquitos que poco a poco fluían por mis orificios nasales. ¡Jooo! ¡Nadie se cree que me estuviera muriendo! Al fin y al cabo, ¿no morimos desde que nacemos? Pues eso.
Pero he aquí que el corazón humano tiene fuerzas que desconocemos en situaciones ordinarias. Yo había sucumbido unos días antes a la lujuria informática, y había encargado un preciooossso ultraportátil. En lo peor de mi agonía, los dioses miraron sobre mí con clemencia, y me llegó un esemesito de la tienda, dándome la gran noticia: el cacharrito en cuestión estaba ya a mi disposición (y sin haberlo deseado, me ha salido un pareado). ¡Oh, dioses benévolos! ¡Qué mejor remedio para mis males! De repente, sentí que los viruses se batían en retirada, cautivo y desarmado el ejército de sus toxinas. Así que tomé todas las precauciones que una madre recomendaría, i.e.: me vestí como una cebolla, con toda la ropa que tenía en casa, incluida la de verano, y me aventuré al mundo exterior.
Pero los dioses nunca son meramente benévolos. Son, sobre todo, traviesos. Así que llego a la tienda (afortunadamente, a dos manzanas de casa) y saco la tarjeta de crédito para pagar. En ese momento el hechizo perdió su efecto y toda mi sangre se refugió asustada a mis pies. Yo no veo, no oigo y siento que mi centro de gravedad se tambalea. Una persona inteligente (es decir, una mujer), habría dicho al dependiente: «Oiga, señor dependiente, me encuentro mal, ¿sería usted tan amable de dejarme sentar en algún sitio?» Pero, ¡quiá!, no alguien perteneciente al género SSPM (sanosanotepuromachote). El muchacho, por el aquel de que no me fuera engañado, me preguntó: «Sabes que es con linux, ¿no?», y yo moví la cabeza en direcciones cercanas a la vertical, acompañando con un gruñido. Luego continuó: «Y sabes que es la versión inglesa, ¿no?». La cabeza seguía oscilando por inercia, y el gruñido incrementó algo su volumen. Disimulé mi congoja con más voluntad que arte y vislumbré entre brumas que me ofrecía algo para firmar. Alargué el boli en la dirección aproximada donde tal objeto se encontraba y deposité un trazo de tinta sobre el mismo de cuya geometría y extensión no estoy muy seguro. Luego agarré la bolsa con mi tesssooorooo y me di media vuelta.
Ahora comenzaba una gran odisea: salir de la tienda sin apenas ver y con un apego a la gravedad mayor que el de costumbre. Trazé la línea recta aproximada entre mi punto y la puerta, y avancé como un pánzer por las llanuras de Polonia. Tiré uno de esos pivotes que, vete tú a saber por qué, ponen para que la gente guarde cola, y me lancé sobre la puerta, que sin duda había de estar abierta. Un momento, ¿por qué sin dud… El breve instante de lucidez llegó tarde, ya me había pegado un impresionante piñazo contra el vidrio, que retumbó en toda la cristalera del edificio y tres anejos. En ese momento me parece reconocer que, de algún lugar muy lejano, llega un sonido «oigaaaa… oigaaaa…» Sí, era el dependiente, que me tendía algo en la mano, vetetúasaberqué…
Con la dignidad tan herida como mi frente me doy otra media vuelta, con lo mal que eso le sentaba a mi organismo, y me dirijo al mostrador. Afortunadamente, el pivote que había en mi camino no se había vuelto a levantar por sí solo. Agarro lo que me da de mala manera y otra meeeedia vuelta, dios, qué mareo. Llego a la puerta de nuevo. Esta vez recordaba que abierta no estaba, pero aún no me había enfrentado al problema de cómo traspasarla sin tener que confiar en el efecto túnel. Agarré el picaporte con las dos manos y lo giré en un sentido. No cedía. Lo giré en el otro. Tampoco. Lo volví a intentar con más fuerza. Cuando ya volvía a escuchar el «oigaaaa» en el fondo de m cabeza, me colgué de él y la puerta se abrió sola, hacia atrás, con nuevas e hilarantes consecuencias.
Bueno, salí, salí al fin. Me puse fuera del alcance visual de la gente de la tienda, me senté en cuclillas al borde de la acera, saqué el móvil y llamé al race de cronopios, es decir, la pobre rqld, para que me rescatara…
Amadas lectoras, amados lectores. ¿Qué término creen que califica mejor la cronópica aventura que les acabo de relatar? (a) Yvi, la has vuelto a liar parda; (b) Yvi, eres el bombero torero; (c) Otras. ¿Qué opinión creen que merecí del dependiente y los restantes clientes? (a) Joer, a las 12 de la mañana y ya va mamao perdido; (b) Otro freaky que sólo sale a la calle una vez cada dos años, cuando sale un ordenador que le mola, y ni saludar con normalidad sabe; (c) Otras.
Se espera vuestra opinión…
Por cierto: el nombre del ordenador en cuestión es aún materia de debate. Es pequeñito, blanquito y moníiiisimo (un Asus eeepc 900). De hecho, es un ordenador para nenas, aunque sólo sea por el tamaño de las teclas, no caben dedos normales de varón (los míos, sí). Condiciones: tiene que ser nombre de mujer. Candidatos hasta el momento: Audry (por Ms Hepburn y la planta de la tienda de los horrores), Tink (por Tinker Bell, Campanilla en su versión original), Cecilia (por la chica de PHDcomics)…